Trabajar es una cosa horrorosa. Todxs lxs que se rompen el lomo delante de las máquinas de coser, se embrutecen el cerebro delante de los ordenadores, sudan en los call-center, se mutilan cargando cajas cuyo contenido ni conocen, lloran en el meadero para borrar esa horrible sonrisa que tienen que poner delante del cliente y todxs lxs demás que pierden parte de su fuerza realizando repetitivamente esos movimientos que no les aportan nada más que algo de dinero que pasará de la cuenta bancaria del patrón a la del propietario, todxs aquellxs que, al menos, son capaces de admitirlo. El trabajo es una mezcla de tristeza, aburrimiento, dolor, frustración, encierro y caras falsas. Es una acción en contra de nuestros cuerpos, nuestro desarrollo, nuestra subsistencia y, contrariamente a los lugares comunes, de nuestra supervivencia. Así que sí, el trabajo es una cosa horrorosa. Quizá, algunxs ejecutivxs, empresarixs, artistas, científicxs o demás, me contradigan en esta afirmación, pero la verdad es, ¿hay algo más que esclavxs felices por tener en cuenta sus objeciones en su vida diaria?
Dicho esto, hace años que trabajo algo menos de quince horas a la semana. No trabajo porque piense que hay que trabajar, trabajo porque, por el momento, es la obligación que me encontré ante el chantaje del dinero. Más exactamente, soy camarero en un restaurante de un barrio rico de París con una clientela de esnobs de todo tipo (menos pobres, quizá), es decir, van lxs fans de la vida a lo nuevx ricx con ganas de exhibir unos cuantos fajos delante de sus congéneres. Cada jornada de trabajo es la misma repetición de gestos funcionales, son cientos de personas con las que hay que intercambiar sonrisas crispadas y diálogos sin sinceridad ni interés (mutuo) en los que se nos considera simples medios, no fines. Para el cliente, solo somos un medio para obtener comida, somos lxs intermediarixs (entre tantxs otrxs) entre sus carteras y el banco del patrón restaurador. Está claro que es difícil, a la larga, jugar al juego que consiste en aceptar que no somos nada, que solo somos siervxs que hacen aparecer con un silbido (solo esperamos eso) o un chasquido de dedos y a lxs que se les da órdenes y mandatos que disimulan en forma de pregunta, porque en el fondo la idea de tener esclavxs es insoportable para muchxs cuando se presenta de forma demasiado evidente. Cuando el cliente pide pan, no pide, exige, y nosotrxs tenemos que obedecer en el acto. Imaginaos, pues, que un/a camarerx responda: “no, no tengo ganas de servirle” o bien “no, nada me inspira las ganas de prestarle servicio”.
Pero, ¿qué es un cliente? Para ser sincerxs, no tengo ni idea. Me es imposible definir esta nueva clase, ese estado de ser tan absurdo y, por lo tanto, tan integrado. El cliente es una persona que cambia una cierta cantidad de dinero (o no sé qué otro valor de cambio) y tiene el derecho de obtener, con el apoyo de las leyes, un servicio cualquiera. El cliente debe obtener este servicio, no hay condiciones ni negociaciones posibles. Cuando un cliente ha pagado o va a pagar, una creencia mucho más enraizada que cualquier otra creencia supersticiosa, quiere decir que obtendrá lo que se le debe. Por ejemplo, un cliente me pide una tarta, por los pelos, porque solo queda un trozo. En el momento de servirla, esta se resbala de unas manos cansadas por una jornada agotadora repitiendo los mismos movimientos, antes de caerse redondo. Yo me disculpo como es costumbre y me pongo a cuatro patas para limpiar mientras este, desde arriba, me echa pestes sobre hasta qué punto tiene prisa y hasta qué punto lo que tiene que hacer es importante, incluso primordial. Le vuelvo a dar la carta para que elija otro plato, pero él quiere una tarta, le vuelvo a explicar que era la última, pero no hay nada que hacer, él quiere una tarta y es un restaurante que sirve tartas, así que él tiene que tener su tarta, es así. El cliente pide y exige, está en su derecho de tener una tarta, el contrato social se lo garantiza, la ley lo enmarca. El patrón nos explica que “el cliente es el rey”, justo ese es el tema, el tema de toda una vida, un tema que lleva en sí la invariabilidad de la autoridad: desde que hay un rey, hay que servirle, entonces, si el cliente es el rey, hay que servir al cliente.
Con lxs compañerxs de trabajo menos verdes en este juego de la explotación y lxs más desengañadxs, solemos hacer la observación de que lxs clientes podrían vernos soltar chorros de sangre por todos los poros de nuestro cuerpo, llorar, sufrir, caer y aun así no harían nada, están condenadxs a comer, tienen que tener de comer. Es su derecho, es nuestro deber. De hecho, la primera cosa que tiene que saber hacer un/a camarerx es callarse la boca, tragarse cualquier orgullo, cualquier imagen de sí mismx que muestre algo de dignidad, dominar sus impulsos violentos y agresivos, pues.
¿Toda esta mierda para conservar un trabajo que no soportamos? La paradoja es gigantesca, es la de la dominación. De hecho, no guardamos la compostura porque queramos conservar el empleo, sino por conservar el salario, por muy miserable que sea, y esa es otra más de las capas de obligaciones, justo después de la que consiste en aceptar que hay que tener dinero para vivir bajo la dominación capitalista omnipresente.
Estas líneas no quieren ser importantes, ni se publicarán con regularidad, sino según el grado de necesidad de publicarlas del autor, no son más que las líneas de un individuo frustrado hasta la médula que se dedica a refrenar su violencia, que soñaría con tirarle el plato al careto de todxs esxs capullxs pero que todavía no tiene nada que perder, en todo caso, el salario. Hay que conservar el empleo porque hay que conservar el salario y conservar el empleo no tiene gran cosa. Tirarle un plato al careto chorreante de esxs infames gozques de lxs clientes reyes no forma parte de esas cosas.
Pero, ¿quién sabe? Quizá algún día…
colaboración con vozcomoarma