Después de algunas semanas de “vacaciones”, que estaban mucho menos libres que cualquier hora de trabajo, la vuelta al trabajo de esta mañana fue seca y áspera. Pasar momentos de curiosidad, de entusiasmo, de relajación, de contemplación, de amor, de aventura y de diversión con las personas de confianza o solx a un laberinto de caras falsas, en el arrodillamiento repetido, a la competitividad, la delación y las sonrisas forzadas, esas malditas sonrisas forzadas… Bueno, pasar de la intensidad a la nada, pasar de un soplo de vida a dejarse soplar por la muerte, contraste insostenible. Así que transformamos la rabia en aburrimiento para sobrevivir un poco más. Nos martillamos el cerebro estoicamente, nos ponemos el mandil y allá vamos, nos ponemos en off, nos metemos en el papel, nos dejamos cerrar la boca y volvemos a la jaula, agotadxs. Luego, intentamos olvidar rápidamente y no volver a pensar, porque ese vacío da miedo, porque da vértigo desperdiciar la vida de esa manera.
Hablamos de la prisión como de un mundo aparte, donde todo recuerda al mundo que la rodea pero donde los códigos y la forma de relacionarse son diferentes, peores. El compañero español Xosé Tarrío, asesinado por la cárcel en 2005, hablaba con razón de un “submundo” carcelario. Se podría decir lo mismo del trabajo. La gente que podría apreciarlo en otros lados, en el trabajo, se vuelven monstruosamente mezquinxs y sin carácter, hombres y mujeres que se consideran cobardes pueden revelarse contra el trabajo llenxs de coraje y viceversa… Como el mundo de la cárcel, el mundo del trabajo es un mundo aparte, sin el que este mundo no existiría. La relación entre el trabajo y esta sociedad de dominación es tal que se reproducen el uno al otro. Porque es igual de cierto que la actividad del esclavo reproduce el esclavismo, la actividad del trabajador produce y reproduce la explotación que, a su vez, produce un clima de competitividad entre lxs individuxs y de precariedad permanente.
A esto se le llama “el mundo del trabajo”, como si estuviera separado del resto de la vida. Pero no es el caso: vivimos en un mundo del trabajo, seamos trabajadorxs o no. Y el trabajo, esa sanguijuela diabólica, no dejará nunca de robarnos el sudor mientras estemos encadenadxs a los hierros del dinero. ¿Qué interés hay, como pueden hacer lxs anarcosindicalistas, en querer autogestionar este intenso dolor, esta tristeza infinita? ¿en querer, a toda costa, distinguir el trabajo asalariado de sus otras formas?
Ya sea legal o ilegal, contrato temporal o indefinido, o la prestación por desempleo, eso nunca ha cambiado su gusto por nuestra sangre.
Este “mundo del trabajo” es un mundo donde las relaciones sociales de mierda que la mayor parte de entre nosotrxs intentamos evitar, en la calle, se hacen inevitables. Y, mientras las relaciones sociales sean forzadas, hay guerra, compartida entre revuelta y prelación de todxs contra todxs. Al final, no hay tantas diferencias entre la relación de una sirvienta, un cajero, un vendedor o una puta con el cliente y la relación entre un preso y un carcelero. Sin el uno no existiría el otro, pero en los dos casos, la dependencia no funciona en los dos sentidos y, todavía menos, con cualquier igualdad en los puntos de partida. Y eso, es la guerra permanente, la guerra por la posesión de un trocito de pan duro. Una subvida de supervivencia.
El mundo está bien hecho, cada unx de nosotrxs, lo quiera o no, en algún momento de su vida es cliente, “beneficiarix” como se dice en la CAF [organismo estatal que proporciona ayudas para el alquiler], carcelerx y presx, explotador/a y explotadx, a veces, todo a la vez. Es la victoria de un sistema con vía libre que se autoreproduce sin tener siquiera conciencia de lo que es, todos los tornillos son fácilmente remplazables, así que habrá que destruir la maquinaria por partes, antes de romper cada pieza y pisotear sus restos con desdén orgásmico, para que esta guerra por la supervivencia se convierta en guerra por la libertad.
¿Cuántas horas, días, años, vidas enteras sacrificadas, cuántos muertxs ofrecidxs al trabajo, a la economía, a su paz? ¿Qué vida es esta que nos exige que nos sacrifiquemos por intereses que no son nuestros? ¿Para comer, tener una vivienda, por la comodidad? Pero ¿qué más da comer y tener una vivienda si es para tener una vida de mierda? Como bien decía Jünger, toda comodidad se paga y la condición de animal doméstico puede llevar a la de animal de matadero…
Aquí ya ni siquiera se ven las estrellas por la noche, pero no las necesitamos para soñar. Basta mirar cómo vive un árbol. Se le pondrá un parking justo en la cara, sus ramas siempre acabarán, y aunque le cueste más de años, por escalar hasta encontrar el camino al cielo
Así que esta noche soñaré, soñaré que lo rompemos todo, que nuestras ramas envuelven este mundo y lo aplastan, ahogando en su sabia a todxs esxs cabronxs que nos roen las articulaciones a fuego lento. Porque ninguna de las semillas de libertad que queremos sembrar en la tierra podrá germinar si no es sobre las ruinas de este mundo podrido que nos ha contaminado las raíces hasta la copa.
Pero el espesor de una muralla cuenta bastante menos que la voluntad de atraversarla. Así que soñaré que, algún día, la humanidad levanta la cabeza y se subleva, tal y como lo hacen las plantas trepadoras, si no, no vale nada.