El síncope es una suspensión momentánea de la actividad cardiocirculatoria y cerebral que provoca una pérdida repentina y temporal de la conciencia. Los efectos pueden ser irrelevantes, un trastorno momentáneo, pero a veces pueden ser más graves. En algunos casos, si la interrupción del flujo sanguíneo en el organismo humano se prolonga más allá de ciertos límites sobreviene la muerte. Entre todos, el «síncope oscuro» —el que carece de causas lógicas, identificadas— está considerado como el más peligroso, porque no permite a los médicos, los técnicos del cuerpo, intervenir.
También el funcionamiento del organismo social lo garantizan muchos flujos. Flujo de bienes, personas, datos, energía. Flujos que pueden interrumpirse por las razones más diversas. Un accidente técnico, por ejemplo. O el robo de materiales. Quizá un sabotaje. Cuando pasa, los efectos suelen ser irrelevantes. Las prestaciones del servicio sufren una pausa, provocando un poco de descontento, mal humor, malestar. Después, todo vuelve a la normalidad. Pero, ¿si esta interrupción de flujos se prolongase más allá de ciertos límites? ¿Si estas interrupciones se multiplicaran y cruzaran una con la otra?
Bienes y personas corren y recorren las calles, calles de alquitrán y metal. Datos y energía corren y recorren los cables, de cobre y plástico. Estos últimos años de agitación —infestados por la necesidad de popularidad, por la ambición de reconocimiento— han inculcado en la cabeza de tantos, de demasiados, de que el requisito mínimo para realizar un «bloqueo» es una gran participación en masa. Se bloquea cuando se está con muchos (por lo tanto, se necesita ser muchos; por tanto, se necesita persuadir a muchos, por tanto…). No es cierto. Esto solo es una hipótesis entre otras.
Para bloquear una calle, no se necesita siempre aglomerar a cientos de personas. Por ejemplo, hace una década, algunxs compas, y con pocos medios, pusieron en jaque un valle entero. Por ejemplo, hace un par de años, un incendio estival cualquiera en el límite de una gran arteria vial hizo que una metrópolis completa quedara bloqueada (esto pasó más o menos al mismo tiempo que, en la misma metrópolis, varias docenas de compañerxs se reunían durante horas en una plaza para protestar contra la sentencia de una tribunal).
La interrupción de unas vías de ferrocarril es aún más probable. Esto pasa más y más, un poco por toda Europa, ya sea por accidentes o a propósito. Pero es inevitable. Con todas esas centrales urbanas, los intercambios, los semáforos, los cables omnipresentes junto a las vías en corondeles, a la merced de la desidia y la rabia, la posibilidad de que algo pase se convierte prácticamente en una certeza.
¿Y los cables? ¿No envuelven todo el territorio, desenrollándose en miles de direcciones, a veces insospechadas? ¿No los encuentras siempre y en todas partes, a tu lado, sobre la cabeza o bajo los pies? También aquí, vemos todas esas centrales, cambios, antenas, alcantarillas y demás que permiten el uso diario de todo tipo de maquinaria. Que permiten el uso diario. Que permiten la rutina. Hasta lo que es sinónimo de realidad virtual, internet necesita cables para funcionar. Cables marítimos, hasta cables submarinos, pero cables que al fin y al cabo salen a la superficie en las playas. Como hace Jonah, el cable que enlaza casas, industrias e instituciones (políticas, económicas y militares) de Israel a Europa. Y que tiene su «estación de aterrizaje» aquí en Italia, en Bari.
Quimeras, por supuesto. No se debe distraer una imaginación individual dirigiéndola al servicio de las urgencias colectivas. Podría darse un corte y tomarse libertades no aprobadas por la asamblea soberana. Desde luego. Sin la menor duda. Es evidente. Discúlpennos. Hemos acabado.
[26/12/13]