Leyendo textos en lengua española sobre la represión, es bastante frecuente caer sobre el término «montaje». Montaje policial, judicial, político o montaje a secas, la palabra a menudo se usa para todo, generando bastante confusión en cuanto a las realidades que pretende describir o resumir. Dejando de lado las consideraciones semánticas, nos parece que lo que importa es centrarnos en las ambigüedades que esta palabra-cajón puede, más o menos voluntariamente, engendrar o sostener. En efecto, cuando la represión viene, una vez más, para llamar a la puerta de las anarquistas con los uniformes de los polis y los trajes de los jueces (como últimamente con la Operación Pandora por ejemplo), es necesario más que nunca dar prueba de claridad en la manera de afrontarla.
Es evidente que no podremos y jamás querremos ponernos en el lugar del Poder ni reflexionar como él, y que nuestros criterios no son los suyos. Sin embargo, tener algún análisis y alguna reflexión precisa sobre sus fines y sus métodos, entre otras cosas en materia de represión, puede dar unas pistas para hacerle frente. A sabiendas que, por supuesto, siempre determinaremos los caminos que queremos tomar en coherencia con nuestras ideas y nuestras perspectivas antiautoritarias, para salir del terreno minado del enemigo y actuar de la manera que pensamos más apropiada.
A la luz de experiencias del pasado, las operaciones represivas a gran escala del Estado, bajo sus diferentes formas (monarquía, dictadura, democracia…) contra sus enemigos declarados, los anarquistas, no tiene nada de nuevo. Éstas son incluso bastante clásicas en contextos de efervescencia social y de intensa actividad subversiva. Si pensamos en las leyes y los grandes procesos antianarquistas en la Francia de la Belle Époque y de la propaganda por el hecho, en los procesos de Montjuïch en la Barcelona en ebullición de 1896, en Sacco y Vanzetti y tantos otros compañeros/as en Estados Unidos en su feroz oposición a la Primera Guerra Mundial y sus consecuencias, en el Valparaíso (Chile) insurrecto en 1920; una de las estrategias del Estado consistió en tomar uno o varios hechos específicos para lanzar vastas redadas contra una parte o el conjunto mismo del movimiento anarquista, y dejar caer a montones condenas de toda clase (ejecuciones, condenas pesadas, deportaciones). En estos casos, los objetivos fijados eran claros: más allá de la venganza a cualquier precio contra lo/as compañero/as que no escondían su voluntad de acabar con un mundo fundado en la explotación y en la dominación, se trataba además de poner fin a la ofensiva revolucionaria contra el Estado y el Capital. El papel preciso de personas incriminadas en tales o cuales asuntos jugaba entonces para la justicia un rol secundario. Es ante todo la responsabilidad en una dinámica de ataque contra los poderosos lo que había que castigar, e intimidar haciendo ejemplos.
Todavía hoy, aunque la conflictividad social y el contexto de lucha hayan cambiado, la represión contra los anarquistas sigue a la orden del día en muchos países, y la profunda significación de una expresión como «ni inocentes ni culpables» continua planteándose con la misma intensidad. El hecho de que los abogados jueguen sobre la legalidad de los procedimientos o litiguen la ausencia de pruebas en el recinto de los tribunales es una cosa, pero otra bien distinta es que una gran parte de un movimiento se aferre también en demostrar la inocencia de compañeros. Esto puede estar ligado a divergencias reales de fondo –no compartiendo todo el mundo la posición de un Novatore sobre el hecho de que los «culpables» merecen aún más nuestra solidaridad que los «inocentes»– o simplemente a una debilidad de análisis de la situación y del funcionamiento de la justicia como arma al servicio del Poder.
Ahora bien, frente a represiones específicas, ciertas anarquistas han propuesto y se han empeñado en continuar dando vida a las dinámicas de lucha o en mantener la ofensiva, más que en gritar alto y fuerte la exterioridad de lo/as compañero/as con los hechos que les atribuyen. Lo han hecho a veces con la idea de establecer una relación de fuerzas susceptible de arrancarlos de las garras de sus captores, a veces por venganza o simplemente movidos por una relación de profunda de continuidad de ideas, de prácticas y de perspectivas. A la inversa, otras reacciones han podido también consistir en minimizar el contexto o una parte de los hechos con la esperanza de recoger un apoyo más amplio, o incluso en intentar pesadamente alejar lo más posible el peligro de sí, especialmente tomando distancias prudentes con lo que el Estado pretendía golpear.
Uno de los ejemplos históricos frecuentemente utilizado para ilustrar los montajes es el de la Mano Negra en España, y que no es desde nuestro punto de vista casual. En 1882, los ataques de todo tipo que se multiplicaban en Andalucía, esencialmente contra los grandes terratenientes, fueron atribuidos a una organización secreta: la Mano Negra. Por la que, miles de jornaleros agrícolas y anarquistas de la región fueron detenidos, la mayoría miembros de la FTRE (La Federación de Trabajadores de la Región Española, ligada a la AIT). Finalmente, entre centenas de personas encerradas y cazadas y después de las torturas que podemos imaginar, 14 de ellas fueron condenadas a muerte por un asesinato.
Probablemente nunca sabremos si ellos habían o no participado en ese homicidio particular y si habían hecho parte o no de la Mano Negra, pero lo que sí está claro es que en este caso el Estado quería era más bien arreglar otra cosa en lugar que un caso de asesinato. Lo que manifiestamente le inquietaba era, más bien, la multiplicación de acciones directas y la emergencia de una organización formal de masas del tipo de la FTRE que contaba con decenas de miles de afiliados dispuestos a luchar contra las condiciones de miseria que les estaban imponiendo. Era pues el conjunto que quería quitarse de encima, incluso jugando con las diferencias internas del movimiento. Colocada entre la espada y la pared, y pensando ciertamente en preservarse como estructura, la FTRE se situó en el terreno puesto por el Estado, negando la existencia de la Mano Negra (de ahí la tesis por otro lado bastante controvertida de que se trataba de una creación de la policía) y condenando a la vez las prácticas de acción clandestinas que no correspondían a su estrategia del momento.
Este ejemplo nos parece revelador por el hecho de ilustrar una de las estrategias represivas del Estado, más aún cuando éste no dispone de personas pilladas en el acto: de un lado designar a los culpables que le parecen más apropiados, y al mismo tiempo aprovechar la ocasión para hacer la selección entre los buenos anarquistas y los malos. Objetivo desde el principio o efecto colateral –lo repetimos, nuestra intención no es la de penetrar en el espíritu retorcido de los esbirros–, lo cierto es que en estas circunstancias, las tomas de distancia han igualmente plagado la historia del movimiento anarquista. Este fue particularmente el caso cuando algunas organizaciones formales, a veces de masas, en el momento en que estaba en juego su prohibición o legalización, se abstuvieron o se cuidaron de no reconocer a uno/a u otro/a compañero/a como anarquista –como si fuese necesario algún carné de miembro para serlo y actuar como tal–, o incluso se unieron a los coros que condenaron una u otra acción.
No vamos a desarrollar aquí todos los problemas que suscitan las nociones de «representatividad» en el seno del movimiento anarquista, de lo que podrían ser las prácticas «comúnmente admitidas» por este conjunto (sin embargo tan indefinible como polifacético) o el lugar acordado a las acciones minoritarias… Pero lo cierto, es que estos problemas se vuelven particularmente agudos cuando, además, las reacciones en relación a iniciativas ofensivas se establecen sobre las normas represivas del Poder, ellas mismas implícitas y de geometría variable según las necesidades y las situaciones del momento. Cuando algunas acciones no son ya consideradas según criterios individuales y éticos, cuando percibirlas como «minoritarias» las vuelve de golpe sospechosas, cuando su pertinencia no se mide sino según el rasero de la espada de Damocles que podrían hacer caer sobre todos, entonces es que el calendario político y represivo ha tomado el paso sobre las ideas.
Por supuesto, pueden surgir algunos debates en torno al compartir o no ciertas acciones, sus objetivos, sus métodos o sus porqués pero deben ser llevados a cabo entre compañera/os y de manera adecuada, es decir lejos de los oídos del Poder, de los proyectores de los medias y de los espacios virtuales de comunicación, y sobre todo no bajo las órdenes del Estado a quien tendríamos que aportar respuestas y garantías cuando nos apunta.
Para volver a la cuestión del «montaje», parece que un reflejo un tanto condicionado consiste en avanzar esta expresión bastante práctica con el fin de poner a todo el mundo de acuerdo contra lo que sería una injusticia manifiesta. En realidad, este reflejo conduce generalmente a no tocar los mecanismos de fondo de la justicia. Si el Estado ciertamente no ha dudado en hacer la guerra contra sus enemigos declarados yendo al encuentro de sus supuestas propias reglas (fabricación de pruebas, falsas confesiones y testimonios obtenidos por el chantaje o bajo tortura, etcétera), sería sin embargo un burdo error olvidar que la justicia es en si un instrumento forjado a su imagen y para su uso.
Desde hace siglos, el Poder se ha dotado de medios para castigar no sólo a los autores materiales de ciertos hechos, sino también a aquellas y aquellos que de una manera u otra habrían podido hacer posible su realización. La noción de complicidad es por otro lado extensible al punto de englobar a veces la complicidad pasiva o moral, consistente en no haber impedido un hecho delictivo o ¡haberse quedado en el lugar cuando éste ha sido perpetuado! El delito asociativo –de malhechores, subversivos, terroristas, etcétera– constituye igualmente un arma escogida en cuanto permite sancionar relaciones y afinidades (reales o supuestas) poniéndolas bajo un mismo paraguas, se trate de grupos u organizaciones existentes o creadas de cabo a rabo. A través de él, el Estado busca a menudo también construir una lectura del mundo a su imagen pegando estructuras jerárquicas sobre aquellas y aquellos que quieren acabar con su existencia, de los/as que hace pequeños soldados con roles bien definidos y dispuestos a todo para imponerse.
La intencionalidad, completando ventajosamente su arsenal jurídico, le ofrece además la posibilidad –no se priva de utilizar– de intervenir incluso a título preventivo contra ideas tales como las interpreta y según la peligrosidad práctica que se les atribuya. En estos tiempos de guerra mayor «contra el terrorismo», el delito de apología está muy de moda, especialmente en Francia: posiciones orales o escritas son suficientes para entrar en el marco de la ley antiterrorista. Además de su aplicación a ciertos hechos precisos que sirven siempre como pretexto, esta acusación puede más generalmente revelarse bastante práctica para condenar a aquellas y aquellos que de distintas maneras cuestionan el sistema existente.
Más allá de estos ejemplos, la esencia de toda ley es codificar actos y comportamientos, para fijar normas e interdicciones en función de los intereses y de la moral dominantes, así como de las relaciones sociales. Las cárceles están abarrotadas de aquellas y aquellos que caen cotidianamente bajo el efecto de la interminable lista de crímenes y delitos, es decir de construcciones jurídicas elaboradas por el poder de turno y regularmente actualizadas para el mayor provecho del Estado y del Capital.
Frente al funcionamiento intrínseco de la justicia, nos podemos preguntar si el recurrir tan frecuentemente al prisma del montaje para descifrar y denunciar tal o cual operación represiva particular no conduce, de manera indirecta, a reclamar una mejor aplicación de la ley democrática. Arrastrada a sus últimas consecuencias, esta clave de lectura que parte más de las normas del enemigo y de su respeto que de nuestras propias ideas y perspectivas, incluso podría servir para justificar de hecho el terror legal ordinario en toda su trágica banalidad.
Afirmar que inocencia y culpabilidad no son parte de nuestro vocabulario es, por el contrario, afirmar nuestro rechazo a pensar y actuar en función de cualquier código penal (y moral), nuestra determinación de permanecer fuera de las arenas movedizas del derecho, hacia un a-legalismo que no tiene nada que ver con ningún gusto por el martirio, sino con la coherencia de nuestras ideas antiautoritarias.
Cuando el golpe es asestado contra individuos o grupos a los que atribuyen a granel una serie de acciones utilizando el hecho de que defienden y difunden ideas y prácticas ofensivas contra la autoridad, una de las preguntas que se plantea a las y los que comparten aquello contra lo que están luchando es la de la solidaridad, y por lo tanto la propagación de estas ideas, estas prácticas y sus porqués, sin dejar que la represión monopolice el terreno y el calendario. Para no limitarse a un efecto de «campaña» que se acantonaría a situaciones y momentos aislados, esta solidaridad también podría inscribirse en la continuidad del combate contra las instituciones que aplican tan bien este terror cotidiano a través de las guerras, el encierro, la miseria, la explotación, el envenenamiento continuado del planeta…
Porque efectivamente, las palabras y las ideas tienen consecuencias, la propuesta anarquista de que cada uno/a retome su vida en sus manos, de la libre asociación y la autoorganización en el conflicto, es también un método para llevar cada vez más lejos la lucha contra lo existente, hasta la destrucción de todas las jaulas.
Anarquistas más allá de los Pirineos,
3 de febrero de 2015
en francés