Recibido el 19 de octubre:
Estos últimos años, numerosos episodios represivos en el territorio español han golpeado incluido a movimientos antagonistas, antifascistas, libertarios, anarquistas… operaciones policiales se han impulsado, a veces con gran resfuerzo de propaganda mediática, ha habido detenciones, alguno/as compañero/as fueron y están todavía encarcelados, se llevaron a cabo juicios, algunas condenas cayeron…
Todo esto no tiene nada de sorprendente. La represión policial, mediática y judicial hacen parte del arsenal del Estado que desenfunda regularmente contra aquellas y aquellos que lo cuestionan, en su totalidad o en algunos de sus aspectos. Desde hace ya un tiempo, varios gobiernos afirman por lo demás claramente su voluntad de acabar con toda contestación no entrando en los marcos legales que no dejan de endurecer.
La solidaridad que ha podido expresarse y desarrollarse frente a estos distintos golpes del poder, si ella ha calentado innegablemente los corazones, tampoco es de extrañar en cuanto tal: ella constituye, con la acción directa, una de las armas de aquellas y aquellos que apuestan por la autoorganización para entablar el conflicto.
No, la sorpresa viene más bien ocasionada por unos trámites de pesadas consecuencias y literalmente aberrantes provenientes de las filas de movimientos llamados «radicales» y por lo tanto que se supone que quieren tomar los problemas desde la raíz: las demandas de indulto tras una o varias condenas.
Para hablar muy concretamente, pedir ser indultado/a, es solicitar el perdón del vencedor; esto viene en este caso a apelar a la indulgencia del poder (bajo su forma judicial, gubernamental, real…) y en consecuencia de aquellos que combatimos y a quienes, de alguna forma u otra, nos oponemos.
No nos interesa demasiado entrar aquí en los detalles administrativos del procedimiento en cuestión.Tapar lo que corresponde antes que todo a elecciones políticas bajo montones de términos y formularios burocráticos se inscribe demasiado bien en la manera en que el sistema entiende hacernos funcionar y vuelve esencialmente a dar largas al asunto.
Dejaremos también voluntariamente de lado el argumento falaz que invoca a decisiones personales para hacerlas escapar a toda crítica. No se trata evidentemente para nosotras de negar el carácter individual de las elecciones, contrariamente a los ámbitos incondicionales del «todo colectivo» por los que algunos actos son objeto de desconfianza y de críticas por el solo hecho de ser llevados de manera individual. Por nuestra parte, -y también por que tomamos en cuenta la dimensión individual de posiciones y actos en cada ocasión y no sólo como una oportunidad tras la cual atrincherarnos- no vemos porqué se debería avalar con el silencio planteamientos que consideramos como nocivos por todo lo que ellos suponen y significan.
Por lo demás, las peticiones de indulto en cuestión han tenido lugar tras llamadas a la solidaridad (generalmente bajo la forma de «campañas») lanzadas de un modo antagónico antes, durante y después del juicio, llamadas asumidas por una buena parte de dichos movimientos, y no atañen por lo tanto a las solas personas condenadas.
Visto que estas campañas pretenden generalmente establecer o prolongar una correlación de fuerzas elaborada en la lucha, se comprende tanto menos cómo ellas pueden acabar con este tipo de trámites, por lo menos incoherentes con los objetivos afirmados precedentemente.
Un primer elemento de explicación podría residir en la noción misma de lo que se llama «correlación de fuerzas» y sus objetivos. En efecto, si sólo cuenta un resultado a muy corto plazo y lo que únicamente importa es procurar que algunas personas no entren en prisión, podemos imaginar que todos los medios son buenos para llegar a ello y pasar sin hacerse demasiadas preguntas -y sea dicho de paso sin tampoco ninguna garantía de que esto «funcione»- de manifestaciones en la calle contra la represión del Estado a los intentos de mediar sus efectos con él.
Al contrario, si la correlación de fuerzas está concebida desde una perspectiva más amplia, es entonces la continuidad de una actitud de confrontación con el poder, así como ciertas propuestas y métodos de lucha que están en juego individual y socialmente.
Hacer un llamamiento por ejemplo para impedir que tenga lugar una sesión parlamentaria, no por peticiones o recursos jurídicos sino por una intervención directa, implica al menos un cuestionamiento del juego normal de la democracia parlamentaria. Por un bonito efecto de contagio podría también tener un impacto social que desbordase la situación inicial. Defender y poner en práctica el hecho de actuar directamente contra lo que nos oprime, es entre otras cosas reavivar el rechazo- fruto de ideas antiautoritarias y de la experiencia histórica- de las instituciones y de la delegación, es alentar la voluntad de retomar las riendas de la propia vida, de decidir como propio aquello que combatimos, porqué y cómo.
Del lado opuesto, el Estado percibe muy bien el peligro que puede representar este potencial para el conjunto de su organización social. Va a buscar entonces por todos los medios acabar a la vez con el conflicto puntual y con todas las posibilidades que éste puede abrir.
En su arsenal hay, para empezar, la represión policial y judicial que pueden abatirse de distintas maneras: bien golpeando a ciegas -a golpe de porra, pelotas de goma o balas reales si es necesario- bien picando a la puerta de alguno/as- incluso a posteriori. Todo está destinado a sembrar el miedo y a hacer algunos ejemplos a los ojos de todas y de todos. Pero olvidamos demasiado a menudo que una de las armas, bien democrática, de la que dispone es la de la recuperación política. Una de las estrategias bien conocidas para hacer caber la contestación en sus grilletes consiste en intentar separar a los «bueno/as oponentes», susceptibles de integrarse en su juego, de los «malos» determinado/as a continuar el conflicto. Llevar el antagonismo social al terreno de la negociación, satisfacer algunas reivindicaciones, incitar a la disociación e incluso a la delación frente a los contenidos y a los métodos más ofensivos son formas bastante clásicas de aislar a estos últimos para aplastarlos mejor.
Si se quiere hablar de correlación de fuerzas en el caso de represión de una lucha, ésta trasciende pues ampliamente las personas concernidas en primer lugar, así como la detención o la continuación del combate, en el momento en que el Estado decide silbar el fin del partido, tiene sus incidencias más allá de los individuos que participan directamente en él.
Les toca a aquellas y aquellos que inician el enfrentamiento el estar preparado/as a responder a estos obstáculos de una forma que, lejos de negar este, sea su prolongación. Haciendo caso omiso de esta continuidad en la conflictualidad, los indultos van simplemente en el sentido inverso.
En relación con esto, es necesario evocar otro factor que atraviesa el conjunto de la sociedad, movimientos «radicales» incluidos: el espíritu demócrata y ciudadanista. Querer tomar los problemas sociales desde la raíz implica sin duda alguna la crítica a la representación y a la delegación, fundamentos de la democracia, a través de la auto-organización y de la acción directa. Esto significa también dejar de considerar al Estado y a todos sus representantes, institucionales y para-institucionales, como eventuales interlocutores que a fin de cuentas podrían hacer la figura de árbitro en un conflicto en el que ellos son parte interesada -y de forma nada desdeñable. Rechazar el diálogo con aquellos que nos oprimen no es una postura, es la afirmación en acto de la continuación del conflicto irreductible entre los poderosos y los desposeídos. Esto tiene especialmente como consecuencia desembarazarse de toda ilusión con respecto a la izquierda, quien ha sido siempre la sepulturera de las luchas reales, sin ni siquiera hablar de los intentos de trastorno social.
En este marco, los indultos, como otras prácticas equívocas, no hacen sino añadir más a la confusión y participan de pleno a rehabilitar a estos dos adversarios de peso. Sea cuál sea su decisión, el Estado sale ganando: dar el «golpe de gracia» rechazando el indulto le da la oportunidad de exhibir su inflexibilidad cara a la rendición a sus exigencias; acordarlo le permite rehabilitar su imagen- en toda buena sociedad, que reposa en principios religiosos, ¿qué hay de más magnánimo que perdonar a aquellos que le han ofendido, pero siempre con sus condiciones? En los dos casos, el Estado se verá reconfortado en el rol de mediador de las relaciones sociales que demasiada gente le otorga ya. Lo mismo para la izquierda. No podemos ignorar que sus partidos, sindicatos y asociaciones tienen regularmente la necesidad de rehacerse una legitimidad supuestamente contestataria, regularmente empañada por sus canalladas de gestores del poder. Apelar a ellos para apoyar las demandas de indulto no puede sino contribuir a reconocerlos como aliados potenciales en lugar de tratarlos como los enemigos que en realidad son. Es el retorno de la política como forma de gestión del conflicto.
De este modo, se contribuye a enterrar las propuestas de auto-organización y de lucha sin mediaciones y a aplazar a las calendas griegas las perspectivas que esas puedan abrir. No serían entonces más propuestas válidas para hoy, en la vida que nosotros llevamos aquí y ahora, sino simplemente buenas para un mundo ideal proyectado en un futuro lejano. Si, por el contrario, se trata de propuestas reales, coherentes y serias -en el sentido que corresponden el máximo posible a la transformación de las relaciones sociales existentes y que anticipan el porvenir al que aspiramos-, ¿cómo podría ser puesta en tela de juicio su validez en cuanto el viento cambia de dirección?
Al igual que la forma de luchar, la de hacer frente a la represión es a la vez individual y colectiva y ciertamente no separada del contexto social en el que está inscrita.
Si encerrar a oponentes encarnizado/as, a veces durante decenios, permite al Estado castigarles y apartarles físicamente del combate en la calle, esto no le basta todavía. Uno de los objetivos de estos castigos ejemplares reside indudablemente en la función de amenaza dirigida a aquellas y aquellos que querrían continuar peleando. El paso siguiente consiste en intentar obtener de los rehenes, de los que ha hecho ejemplos, una confesión de arrepentimiento o al menos el reconocimiento de que ellas o ellos estarían equivocada/os en sus caminos de lucha. Vemos bien el beneficio que el Estado puede sacar a la vez de la despersonalización de individuos que se han enfrentado a él y del hecho de poder presentar públicamente su renuncia a convicciones supuestamente pasadas.
La negación por parte de alguno/as de sus aspiraciones y de sus perspectivas -especialmente revolucionarias- o de métodos que cuestionan el orden establecido apunta y contribuye a dar por definitivamente terminada su razón de ser y de este modo a hacerlos desparecer mejor, tanto de la memoria como del presente. A enterrarlos como los símbolos de un paréntesis obsoleto que no vendrá más a rondar el horizonte cerrado del Estado y del Capital.
Rechazar este odioso chantaje, la “oferta” basada generalmente en unos años menos de cárcel, no es -como les gustaría hacer creer a los partidarios del realismo de la razón de Estado a los pseudo estrategas de altos vuelos- la prerrogativa de algunos locos furiosos aspirantes al martirio. Esto corresponde tanto a la necesidad de mantener su integridad individual frente a la voluntad de aplastamiento total de un poder que exige que renunciemos incluso a lo que somos, como a la lucidez en cuanto a los desafíos planteados por el conjunto de este proceso.
Las peticiones de indulto no se hacen independientemente de estos desafíos. Mientras que el Estado endurece todavía sus leyes -entre ellas la ley de seguridad ciudadana y el código penal hace poco- mientras que al mismo tiempo promueve la perpetuidad y encarcela hasta por multas impagadas, mientras que intenta paralizar mediante el miedo toda expresión de revuelta, mientras que su administración, incluida la penitenciaria, exige cada vez más la sumisión del mayor número de personas, es imposible ignorar que la concesión de un indulto no podría ser sino la excepción que confirma y refuerza la regla. Esta excepción no es gratuita; no sólo el Estado se fundamenta en las garantías más o menos explícitas -especialmente de “vida normal e insertada” -que le son proporcionadas, sino que el indulto se inscribe también de hecho en una lógica de pacificación social, por el mantenimiento del statu quo.
En definitiva, presentar el recurso de gracia como “un medio como otros” sin grandes consecuencias corresponde o a una buena dosis de mala fe o a una ceguera (¿voluntaria?) sobre la realidad de la guerra social en curso.
Este mundo reposa verdaderamente sobre la dominación y sobre la represión generalizada. Todos los días años de prisión se abaten por todo tipo de delitos -entre otros relacionados con la propiedad- y ¿habría que hacer como si la lucha contra el sistema o ciertos de sus aspectos pudiera eludirle y a cualquier precio?
Esta relación con la represión revela por lo menos el abismo que existe entre las pretensiones de movimientos que se pretenden radicales y su manera de afrontar la realidad. Si hablamos de afrontarla, está claro que no se trata de aceptarla. Hace falta pues ponerse de acuerdo sobre los caminos que son practicables y sobre aquellos que no lo son, especialmente por que tienen un costo mucho más elevado que la prisión misma. Es por esto que es indispensable afinar los análisis, compartir las reflexiones, imaginar prácticas y maneras autónomas del poder capaces de aportar respuestas mientras se continúa a llevar a cabo el conflicto.
Partiendo del principio que una batalla iniciada, individual o colectivamente, en el campo social no le abandona cuando viene reprimida, podríamos preguntarnos cómo atacar los aspectos represivos dentro y por la propia lucha. Si consideramos que ésta no se detiene necesariamente una vez pasadas las puertas de las prisiones, la cuestión podría ser la de su articulación en el interior y al exterior de los muros. El hecho de proseguir el antagonismo a pesar de los golpes del poder, puede sin duda contribuir, hoy como ayer, a asumir sus consecuencias carcelarias -a menudo desgraciadamente inevitables- sin sentimiento de abandono, ni como un sacrificio o un paréntesis separado, sino más bien como uno de los episodios de un recorrido de lucha.
El retroceso generalizado de los lazos de solidaridad es producido por mecanismos de poder en sí mismos alimentados por un gran número de capitulaciones frente a él. Pero deducir de esta cruel constatación que la única “solución razonable” sería acompañar este movimiento de retroceso aceptando y reforzando el timo del Estado no haría sino cavar un poco más la tumba de nuestras ideas ácratas y de prácticas que derivan de ellas. El hecho que algunos principios y métodos de acción sean cada vez más minoritarios (lo que está por demostrarse) ¿les privaría de su validez y significaría que hay que renunciar a ellos? Nosotra/os pensamos al contrario que se trata más que nunca de contribuir, poniéndolos en práctica, a extenderlos y a difundirlos. Igual que la acción directa, la solidaridad en una perspectiva antiautoritaria es un reto crucial, por los tiempos presentes y por los que llegarán. Esta solidaridad no puede concentrarse en el solo hecho represivo particular y significa sobre todo continuar a llevar, en palabras y actos, ideas y prácticas subversivas en las que ciertamente no somos los únicos en reconocernos. Esto podría ser un punto de partida para propagar este conjunto en el seno de la conflictualidad social.
Vista bajo este ángulo, la cuestión de la solidaridad no puede ser resuelta entablando alianzas políticas contra natura y totalmente contraproducentes para el cuestionamiento de las relaciones existentes, como tampoco reclamando la atención de una ilusoria “opinión pública” por fuerza espectadora. La cuestión sería más bien buscar complicidades fructíferas en el espacio abierto por la continuidad de luchas sin mediación. Insertar la cuestión de la solidaridad en perspectivas propias forma parte del equipaje del combate contra la dominación. Preservar esta continuidad no significa querer guardarla celosamente en un entre sí para enorgullecerse, pero permite en cambio llevarla en tanto que propuesta para transformar la realidad en lugar de adaptarse a ella.
Si la relación con la represión policial y judicial no constituye sino una parte de la lucha, es por desgracia con frecuencia también reveladora de ambigüedades y de falta de perspectivas más profundas.
Poner en claro nuestras ideas, los porqués y los comos de los combates que queremos llevar a cabo, las luchas y métodos que proponemos (con todas sus implicaciones) es entonces más necesario que nunca. Banal cuestión de fines y medios en suma, urgente plantearse en todos los momentos del enfrentamiento contra el poder.
Alguna/os anarquistas
Octubre 2015