Texto recibido el 17/12/2016:
Titulo:
Asesinar al Fidel que llevamos dentro
El gran traidor de la revolución mundial
Texto:
Concluyó sus días invicto, igual que Stalin, Franco y Pinochet. Los dictadores saben hacerse siempre de una muralla de acólitos y fieles perros guardianes que evitan a toda costa que las balas libertarias cumplan su cometido.
A la memoria de Marcelo Salinas, Santiago Cobo, Claudio Martínez, Canek Sánchez Guevara y tantos ausentes.
Llamar Revolución al Estado fue sin duda un gran acierto político de la dictadura castrista, y aceptarlo a pies juntillas el más grave error dialéctico (y no sólo) de la izquierda comunista internacional.
—Canek Sánchez Guevara
Es cierto que el proceso revolucionario cubano ya no es más —y no lo es desde hace un buen tiempo— el modelo revolucionario por excelencia en esta región del mundo ni en ninguna otra; pero continuar guardando silencio es significativamente sospechoso de que las lecciones no están suficientemente bien aprendidas y que habrá por delante otras voces en que las mismas o parecidas voces nos propondrán nuevas indulgencias respecto a las concepciones jacobinas, vanguardistas y, por último, velada o desembozadamente autoritarias.
—Daniel Barret (Rafael Spósito)
Mi primera reacción ante la noticia de su muerte fue el silencio. Inmediatamente después decidí que no escribiría una sola palabra al respecto. Un suceso tan trivial no merece ni una letra. Además, toda una legión de “cubanólogos” (entre detractores e idólatras) seguramente se aprestan a encargarse de esa tarea en este preciso instante. Prefería dejarle el trabajo sucio a ellos y continuar con el curso de mi cotidianidad. Ninguna muerte es razón para interrumpir la vida, y la de Fidel no es la excepción. Pero mi compañera me convenció de redactar una pequeña nota que, con el avance del nuevo día, se ha convertido en estas líneas intempestivas que engarzo y articulo sin otra pretensión que no sea dejar constancia y ratificar un posicionamiento que no se alinea con la histeria colectiva del oficialismo ni con la de Miami.
Tras la declaración pública del presidente–general anunciando su deceso, comenzaron a fluir en las denominadas redes sociales los mensajes antagónicos. Adoradores y enemigos del difunto ex mandatario prorrumpen apasionados sus emociones. Júbilo y tristeza son los sentimientos que se asignan los más efusivos protagonistas al derredor de este acontecimiento. Duelo o celebración la disyuntiva. Como alguien comentara sabiamente: “Tal parece que han muerto dos hombres con idéntico nombre, el mismo día y a la hora exacta”.
La hiperreacción también era predecible. En la isla hoy se emprende un desfile interminable de dolientes, comienzan las largas colas de despedida y los eternos discursos alabadores, principia el reacomodo oportunista y continúan los chistes y las críticas en voz baja. Y no podía ser de otra manera. En la isla esa ha sido la realidad por más de medio siglo: desfiles interminables, largas colas, discursos alabadores, reacomodos oportunistas y el cobarde susurro crítico. En Miami, una conga multitudinaria tomó la Calle 8 por asalto celebrando la muerte del tirano. Tampoco se esperaba otra respuesta. Miami es una gran conga, una comparsa perpetua, una fatalidad de exilio consumado y consumista.
Todos proceden como si el cuerpo inanimado del mítico comandante aún estuviera calentito. Pero Fidel no murió anoche. Hace una década que es cadáver. No es fortuito que las cubanas y los cubanos de a pie le bautizaran con el mote del “insepulto”. Su muerte se consumó en el momento en que se vio obligado a demitir como César insular y pasar el cetro y los poderes absolutos a su hermano menor, no sin antes “dejarlo todo atado y bien atado” de acuerdo con los usos y costumbres de esta infame casta. Desde entonces quedó postrado tras bambalinas, limitando su actuación a las esporádicas apariciones públicas donde cada vez hacía más evidente su fulminante decrepitud y su senil incontinencia. Sin embargo, con su nombre se continuaron firmando “reflexiones” —como si se tratase de Corín Tellado— ante la indiferencia casi unánime de la mayoría de los cubanos y la incredibilidad de quienes constataban que “no checaba el número con el billete”.
Aquel Coloso infalible, omnipresente y omnipotente, el señor de la isla, el patrón del cementerio, el dueño de los caballitos, el gran cirquero, el mago audaz y efectista que ordenó a un colombófilo el entrenamiento secreto de tres palomas blancas para que alguna se posara en su hombro durante su primer discurso frente a la mirada atónita de miles de cubanos que advertían las bendiciones y el buen augurio, nada más y nada menos, que del “Espíritu Santo”. El arrogante gigante verdeolivo, capaz de convertir al país en una monumental trinchera, de inseminar vacas, cambiarle el rumbo a los huracanes y decretar la siembra de café en los jardines. Ese orador impenitente que podía pronunciar discursos interminables donde se daba el lujo de hablar y hablar y hablar durante horas —gracias a una sonda que invisibilizaba el desempeño natural de su vejiga— e inventar cifras y estadísticas que al otro día obligaba a cambiar en todos los censos y registros oficiales. Ese todólogo empedernido que no dudó en sentar cátedra sobre arte, biotecnología, beisbol, arquitectura contemporánea, heladería, botánica, boxeo, hermenéutica e ingeniería nuclear. El padre insomne que nunca vaciló en adiestrarnos en la preparación del agua tibia, en las mil y una maneras de colar café, en el arte de amarrarnos los cordones y las cuatro estrategias infalibles al momento de botar el doble nueve… ¡Se fue!
Aún me parece impensable poder expresarme en tiempo pretérito. Pero sí, al fin se fue el gran sepulturero de la revolución cubana. El triste enterrador de todos los sueños de libertad y autonomía largamente acariciados por muchas generaciones de infatigables revolucionarios. El gran traidor de la revolución mundial. El discípulo de Sorel, el admirador de Primo de Rivera, el devoto lector de Mussolini, el incansable conspirador de la Legión del Caribe. El megalómano y egocéntrico Duce caribeño ha partido.
Ha muerto de muerte natural a los noventa años, rodeado de sus familiares e incondicionales, después de resistir incontables intentos de asesinato. Concluyó sus días invicto, igual que José Stalin, Francisco Franco y Augusto Pinochet. No cabe duda de que los dictadores saben hacerse siempre de una muralla de acólitos y fieles perros guardianes que evitan a toda costa que las balas libertarias cumplan su cometido.
Finalmente el dictador ha fallecido. Ahora nos toca asesinar al Fidel que todos llevamos dentro. Lamentablemente aún pululan a lo largo de las dos orillas miles de fantoches dispuestos a encarnarlo. La serpiente ha muerto pero le sobrevive el huevo. Fidel ha desaparecido de la faz de la tierra, aunque el fidelismo aún persiste. Ese albur impresentable, ese revoltijo pútrido de oportunismo rapaz, nacionalismo galopante, populismo paralizante, y fascismo guarapero aún perdura ensombreciendo el presente y amenazando el futuro.
Hoy resulta impostergable un “corte de caja” que nos permita hacer balance de poco más de un siglo de historia, desde la instauración de la res pública con su inmoral cortejo de generales y doctores hasta esta ironía de la historia que nos devuelve al punto de partida de un siniestro periplo circular con el legado de un nuevo presidente–general, una casta castrense groseramente enriquecida y el empobrecimiento más desvergonzado de la gente de a pie, particularmente los afrocubanos. Hoy es momento de autocrítica —por muy ñángara que pueda resultarnos la propuesta. Nos toca evaluar nuestro desempeño en esta historia, el papel que hemos cumplido uno y cada uno en la puesta en escena de esta lamentable farsa. Aún queda pendiente esta tarea. Los dictadores no caen del cielo, la servidumbre voluntaria los crea y los lleva de la mano al trono.
Por eso —y otras cosas más—, anoche no pude alzar mi copa gozoso por la muerte del tirano como lo hicieron muchos amigos queridos. Jamás podré brindar por la muerte pero tampoco podré hacerlo nunca a la memoria del coma–andante. Anoche me empiné hasta la última gota un majestuoso mezcal a la salud de nuestra memoria. Sí, brindé porque no perdamos nunca la memoria. ¡Por que no olvidemos nunca este medio siglo de atropellos y miedo! ¡Por que nunca más reaparezcan en la isla Fideles, Machados ni Batistas! ¡Por que no tengamos que sufrir jamás en el mundo Castros ni Francos ni Videlas ni Pinochets! ¡Por que los cubanos aprendamos la lección y empecemos a pensar por nosotros mismos y dejemos de ser los tontos útiles repetidores de consignas de los mandarines de La Habana, los jerarcas de Washington o los cuervos del Vaticano!
Créanme, anoche brindé con toda mi pasión por la vida, por esa posibilidad remota que se abre a una nueva vida con la tardía llegada de esta muerte anunciada. Una nueva vida que nos tocará construir colectivamente a todos los cubanos y cubanas de a pié, sin tener que pedir permiso, sin arquitectos mesiánicos ni diseños preenlatados; sin “hombres fuertes” que nos impongan el camino; sin “padres” insomnes (amorosos o castradores) que velen nuestros sueños y nos traten como niños; sin patriarcas que nos exijan sempiternos sacrificios para sostener sus tronos de difuntos y oprobios; sin líderes ni pastores que nos guíen al barranco.
También brindé anoche con todos mis compañeros ausentes —¡con esa caterva de fantasmas entrañables!— y chocamos nuestras copas por que esa suerte de nacionalsocialismo bananero que aún nos oprime desaparezca para siempre de un plumazo y se convierta pronto en el vago recuerdo de una larga y angustiosa pesadilla. Ojalá mis nietos —esa china hermosa y ese árabe de ojos grandes— y mi querido Darío y los que faltan por llegar a alegrarnos la existencia algún día no sólo puedan ver con sus propios ojos todos estos deseos hechos realidad, sino que además contribuyan a forjar con sus tiernas manos ese mundo nuevo que llevamos en nuestros corazones. ¡Salud! ®
Gustavo Rodríguez
—26 de noviembre de 2016