Atenas: El gran baile en la plaza de Omonoia

Una crónica que nos fue enviada el 12 de diciembre del 2014:

El 6 de Diciembre, como cada año, se volvió a conmemorar a Alexis Grigoropoulos. Un acto en su memoria que terminó con 211 detenidos y una policía muy satisfecha de haber «protegido a la seguridad ciudadana».

En la plaza de Omonoia el miedo empezaba a olerse. Primero, todo parecía estar tranquilo y digo tranquilo porque aquí, en Atenas, desde mi primer día, cada vez que noto la presencia policial cerca de mi, la calma se convierte en terror y violencia injustificada. Empecé la marcha con mis compañerxs en la calle Akademias y terminamos en Omonoia, en una manifestación con al menos 5 mil personas. Allí nos preguntábamos, «¿A dónde vamos ahora?». No hicieron falta ni 5 minutos cuando todo empezó a moverse. Yo, desde la plaza, miraba al frente, dirección Panepistimio.

En un abrir y cerrar de ojos, dos camiones con cañones de agua doblan la esquina desde la calle 28 de Octubre. Los veo, mientras una de mis amigas grita en griego, «mierda, hay que salir de aquí ya». No recuerdo bien como transcurrió esa parte, sólo recuerdo ver a otra de mis amigas correr delante de mi, nunca la había visto correr de esa manera, y nunca antes había sentido la necesidad de correr y correr hasta alcanzarla y no dejarla sola. A mi lado, mis amigos corrían, aunque yo solo miraba al frente.

Salimos de la plaza y aquello se convirtió en caos. Todo el mundo corría de un lado para otro buscando una salida mientras el sonido de los disparos inundaba el ambiente como si de una orquesta se tratara y nosotros fuéramos los bailarines. Seguí a la multitud que corría calle abajo y de repente, grupos de Deltas en moto aparecieron por todas partes, nos rodearon, nos gasearon y sacudían sus porras contra nosotros sin cesar, con odio y placer en sus miradas. El grupo donde me vi encerrada se movía de un lado a otro, doblamos la esquina y ahí fue donde nos dispersamos escapando de los golpes, unos con más suerte que otros. De repente me ví sola, corriendo y viendo como los que corrían delante seguían siendo golpeados cada vez más. En un momento decidí pararme y levantar las manos, no estaba segura de estar más a salvo si seguía corriendo. Ahí tenía al ser más despreciable que me había echado a la cara, con su casco y su porra. No sirvió de nada decirle que no me pegara. Ahora lo pienso, «qué tontería, da igual lo que se les diga». Me miró y me golpeó con la porra en el costado, un golpe en seco que no empecé a sentir hasta horas más tarde.

Estaba todo planeado, tenían una estrategia: rodearnos y encerrarnos como si fuéramos animales en todo el área que rodea la plaza de Omonoia. Desde el principio se veía claro. El 17 de Noviembre, cuando se salió a la calle por el 41 aniversario de la caída de la Junta de los Coroneles, como cada año, la policía, la querida astinomía (en griego), nos acompañaban en la marcha por ambos lados.¡ Qué recuerdo tan bonito me llevo de ese día! No quisieron dejarnos solos hasta que decidieron atacarnos con gases mientras la manifestación estaba siendo totalmente pacífica. El 17N ahora se merece otro texto para ser narrado. Pues bien, esta vez no decidieron acompañarnos en el camino, esta vez se esperaron hasta el final. Estaba claro, se habían guardado las fuerzas para el sábado, para el día del gran concierto.

Los días anteriores sólo habían sido pequeños ensayos. No había escapatoria. No importaba la calle que eligieras para salir. De cada esquina aparecían Deltas como si de una jaula de perros enfurecidos y hambrientos se hubiera abierto dejándoles arrasar con todas las personas que se cruzaran por delante. Después del golpe que aquel ser me propinó, salí corriendo de nuevo calle abajo. Ahí no recuerdo bien qué pasó, el shock del momento no me deja verlo bien. De momento me vi en un grupo con más gente, todos de cuclillas. Muchos temblaban, otros lloraban, otros miraban al suelo. Estábamos detenidos. A mi lado, una chica de 15 años no cesaba de llorar, con miedo en su mirada y suplicando querer irse de allí. Le cojo la mano y le digo «no te preocupes, todo saldrá bien». Ella me mira, con dos lagunas en sus ojos, no puede parar de llorar y a mi se me encoje el alma. Esa chica de mirada inocente había recibido más golpes que yo. Seguimos sentados y ella permanece a mi derecha. A mi izquierda, veo a una amiga que me había acompañado durante toda la marcha. Nos miramos, nos preguntamos cómo estamos y nos damos la mano, muy fuerte. No me alegré de que estuviera allí en la misma situación que yo, pero al menos no estábamos solas. Nos había tocado en el mismo grupo. Pregunto por otra amiga, griega, que también estaba con nosotros en un grupo de unas 50 personas. Ella está bien, no había recibido ningún golpe. Permanecemos sentados.

Ahora viene lo mejor. Los queridos Delta, no me acuerdo bien cuántos eran, pero no eran pocos, nos rodean e insultan mientras, con la mano abierta, propinan golpes a diestro y siniestro en la cabeza de los retenidos. Yo tuve suerte, no recibí ninguno. La impotencia de verlo y sentirlo,a pocos centímetros de mi, es inexplicable. Abuso de poder, dictadura, violencia, terrorismo, injusticia. Mil palabras me venían a la cabeza. Continuaban jugando con nosotros a la provocación y al terror, ambos en el mismo paquete.Porque sí, porque les encanta y puede olerse su placer. No se quedaron a gusto solo con los golpes. Después, su mofa hacia Alexis y Nikos Romanos empezó con frases como: «¡Que os jodan a todos los que queréis manifestaros por Alexis! Nos alegramos de que esté muerto. No queremos a Romanos vivo. Así es como los Deltas os joden.»

Preguntaba a la gente que estaba a mi alrededor si estaban bien, veía mucho miedo en  sus miradas. Otros parecían más tranquilos. La mayoría de los detenidos que estaban en mi grupo eran griegos. A mi lado un alemán y una amiga española. Algunos de ellos ya sabían lo que nos pasaría: nos trasladarían a la Dirección General de la Policía (GADA), donde pasaríamos unas horas y luego, tal y como esperábamos, estaríamos fuera de nuevo.  Mientras tanto, estos queridos seres con caso y porra y creyendose machos alfa, nos tomaban fotos con sus móviles.Primero un plano general, luego se acercaban para tomar fotos de las caras. Yo miraba al suelo, no quería formar parte del album de fotos de sus «triunfos». Ni yo ni ninguno de mis compañerxs.

Llega el momento de subirse al furgón. Uno por uno. Nos piden que nos levantemos y enseñemos el DNI. Me hablan en griego, contesto en español diciendo que soy española y el querido macho alfa me repite haciéndome burla. Paso al siguiente macho, le enseño mi DNI, digo mi nombre y me subo al furgón. Mi amiga española sube después y mi amiga griega sube a otro furgón.Al llegar a GADA nos meten en una sala, luego subimos al séptimo piso para volver a entregar nuestros DNI. Allí la chulería se olía. Me enciendo un cigarro y me dicen que lo apague. Yo respondo «¿por qué? ahí tenéis un cenicero y tenéis cigarros». Entonces me mira y me dice que puedo terminarlo. «Gracias por su amabilidad», le respondo. Termino el cigarro y pasamos a la segunda fase: revisar mochilas y todo lo que llevamos encima. Después, tres horas dentro, en otra sala, mucho calor y ganas de salir a la calle.

Finalmente, mi amiga y yo salimos. Esperamos otras tres horas hasta que nuestra amiga griega saliera. Serían más o menos las 3 de la madrugada. Cuando sale, nos cuenta cómo uno de los machos que había dentro le asegura que el año que viene volverían a verse las caras.Mi amiga le responde «¡nos vemos!». Más amigos nos esperaban fuera, aquellos que habían logrado escapar de las redes de los machos con casco y porra. Todos estaban bien aunque habían recibido golpes.

Por la noche, al llegar a casa, mil cosas ocupaban mi mente. Enfado y tristeza al mismo tiempo. Durante un año viviendo en Atenas, ya había sido testigo de este abuso de poder más veces, pero nunca me habían pegado ni retenido. Esta vez me tocó. Esta vez fui yo quien vivía en primera persona lo que había presenciado más de una vez. Esta vez puedo entender más y más el enfado y la impotencia de la sociedad griega. Esta vez puedo comprender cómo los que estaban conmigo en GADA me miraban con tristeza cada vez que repetía en voz alta «¿Tenéis libertad? Esto es una dictadura».