El Estado, con el fin del control y la represión social, no solo utiliza los instrumentos más obvios (vetos y prohibiciones, cárcel y otras formas de coerción), sino que busca difundir su normativa no escrita, su vocabulario, de cara a inmovilizar y golpear a lxs que, de forma individual o no, se oponen activamente, con ideas y con prácticas consecuentes, al estado de cosas existente.
El tótem de la «lucha contra el terrorismo» a la que tienen que hacer genuflexiones sus súbditos -presentado por el Estado con mayor virulencia cada vez que debe combatir a sus opositores- lo conocemos bien, ya que lo hemos leído y vivido; leído en las memorias y crónicas de los años setenta, revivido como espantapájaros global luego del 11 de septiembre del 2001, leído y releído en los actos judiciales que periódicamente nos entregan, vuelto a proponer con mayor o menor entusiasmo cada vez que se trata de enjaular anarquistas y otrxs refractarixs al estado de cosas existente.
Existe también un tabú correspondiente del movimiento, el terror de ser acusadxs de «terrorismo», terror bien enraizado en el entorno refractario y antiautoritario, que bien se expresa con el ya conocido lema «terrorista es el Estado», donde se busca solo de darle la vuelta al sentido de una acusación falsa y demasiado pesada para las «rectas» espaldas de un movimiento incapaz de darse cuenta de que incluso en estos casos, son el Estado y la represión, no los contenidos revolucionarios, los que dictan los límites entre la protesta legítima y el fantasma del terror subversivo.
Es, cuanto menos, curioso que refractarixs al estado de cosas existentes, con todo lo que ello conlleva, terminen por interiorizar y utilizar las mismas categorías «éticas» del enemigo; es escalofriante que tanto el Estado como sus opositores, el sentir común para simplificar, estén de acuerdo a veces en la definición «técnica» de terrorismo, ambas partes lo utilizan en términos negativos, agitando el fantasma de un terror indiscriminado, cuando históricamente, en tiempos no sospechosos, anarquistas y revolucionarios lo han utilizado en términos neutros, si no positivos.
El Estado, el status quo, la perduración de las razones del dominio, utilizan en términos negativos/represivos el termino de terror desde el momento de involución propio de la Revolución francesa. El terror (un equivalente suyo serán las purgas estalinistas en el recién nacido régimen soviético), o sea la Revolución que se hace Dictadura, potenciando el estado policial interno y devorando a sus hijos y nietos, más o menos legítimos.
En el 1969, lxs anarquistas – en suelo italiano – comenzaron a utilizar el eslogan «Terrorista es el Estado» para darle la vuelta a los términos de una acusación justamente difamadora como la de plaza Fontana, desde entonces, hemos seguido con el tema, terminando por tirar demasiada carne en el asador de un inocentismo respetable y mojigato.
El Estado italiano lo ha utilizado en su forma más penetrante (tanto que ahora está interiorizada en ambientes que deberían ser ajenos de tales involuciones) al combatir las innumerables formas de lucha y proyectualidades revolucionarias de los años 70-80 del pasado siglo.
El uso del término llegaría al culmine de su espectacularización con fines represivos tras el 2001 con el concepto – y la legislación de emergencia relativa – de terrorismo internacional (véase 270 sexies: en el siglo XXI la jurisprudencia moderniza las conductas y los límites del moderno delito asociativo, que en su vestido anterior de 270 bis, estaba basado en las exigencias de emergencia de los años 70).
Lxs anarquistas – y lxs socialistas revolucionarixs – han utilizado históricamente el término terror, terror económico, terror besmotivny, con motivo de las revueltas prerrevolucionarias de la Rusia de 1900/1905 en el sentido positivo del término, es decir, estrategia de lucha revolucionaria cuyo objetivo era crear terror entre los opresores por parte de lxs oprimidxs que cada día se levantaban, terror económico que se explicaba de diferentes maneras, desde esperar al patrón de la fábrica de turno, culpable de haber despedido o maltratado a los obreros en huelga, acuchillándolo en las escalones de la sinagoga, lanzando bombas a su vivienda y a sus perros guardianes, policías y soldados, expropiando los almacenes que contienen las mercancías, disuadiendo activamente cualquier forma de esquiroleo, recuperando el propio espacio dentro de la ciudad, tanto que la policía tenía miedo-terror a recorrer ciertas calles, etc. Todas iniciativas loables, en la humilde opinión de quien escribe.
Más recientemente, algunxs compañerxs anarquistas griegxs han utilizado, siempre positivamente (a veces, imagino, con ironía post-situacionista), el termino de terror en sus escritos reivindicativos, entre otras cosas reivindicando actos que demostraban una clara visión y táctica destinada a no producir ni siquiera el menor incidente a inocentes/transeúntes neutros y/o presentes en el teatro de los eventos.
Es decir, está bien claro que el Estado, consciente y científicamente, utiliza el arma del terror, él sí, sin ninguna duda, indiscriminado, en las operaciones de la policía internacional, en la gestión diaria de la conflictividad social y, por tanto, que sea una evidente imposición para acusar de querer crear terror indiscriminado en la población a lxs que se mueven con una proyectualidad revolucionaria antiautoritaria y de hecho soy/somos lxs primerxs en oponernos a estas acusaciones falsas. Más que nada, como anarquistas, no se debería desdeñar el crear molestias – obstáculos – oposición – contradicciones – temor – dudas – terror en los detentores del Poder, de cuantos se arrojan el derecho de decidir sobre nuestras vidas. Migajas, granos de arena, sí, ante quien conscientemente desde siempre tiene el control de la máquina del dominio. Pero arena fundamental y alegremente mala para atascar ese maldito engranaje.
Pero, ¿por qué entonces cada vez que las acusaciones se hacen «graves», a nivel de movimiento se siente en la obligación de poner las manos delante? O sea, entre tecnicismos reales o falsos, a menudo dictados más por los propios abogados que por la propia conciencia, se escuchan declaraciones que contradicen la ética anarquista, si no la misma lógica: no podemos esperarnos del Estado un tratamiento neutral «de favor» o por lo menos «políticamente correcto».
Todo este largo preámbulo para destacar un par de cosas.
Pase lo de «terrorista es el Estado», aunque sea un eslogan bastante anticuado y empalagoso, que presupone ante todo una tautología, es obvio e inherente a su esencia, que las estructuras del dominio utilizan el miedo, el terror como forma de control de lxs oprimidxs, recordarles su función parece superfluo, la verdad.
Pero absolutamente no a otras perlas que se oyen en un (siempre debido) fervor de defensa de la represión. Como el «derecho al sabotaje» o «el derecho a la resistencia activa»…
¿Quién debería concederlos, por gracia? Y, si tales derechos se concedieran por absurdo (¡¿?!), ¿qué valor tendrían? Cuales los «injustamente encarcelados»… que creo no merezca más comentarios, al menos para quien se define antiautoritario.
Absolutamente no a sorprenderse e indignarse por el hecho de que la represión utilice acusaciones con finalidades de terrorismo para quien se haya limitado a golpear estructuras (la jurisprudencia es mucho más exigente…).
Cuando al Estado lo golpean en sus intereses siempre reacciona con ferocidad, preventiva o sobre la línea de la emergencia o cualquier temor percibido. Es decir, más allá del tedio de leer la mala prosa judicial, los «fines terroristas» son un corolario «debido» a los delitos asociativos, es decir, a ese tipo de delitos normalmente impugnados a quien se opone al dominio. Que sean hombres o estructuras poco cambia, la jurisprudencia es maleable y acrobática en este sentido.
Hoy, en este podrido e hipertecnológico siglo XXI sería apropiado hacerse algunas preguntas, en ámbito refractario y antiautoritario. ¿Será el caso que a las predecibles acusaciones del dominio se consiga responder sin recorrer a la defensiva y sin hacerse empujar en esos recintos ideológicos que tan útiles son al mantenimiento del sistema de opresión?
Estas distinciones son éticamente falsas y políticamente hipócritas: ¿alguien se acuerda de los actuales no-violentos, padrinos de la desobediencia civil cuando, hace unos meses alababan a Luigi Preiti (típico ejemplo de violencia individual ejercida contra hombres, no estructuras, del Estado) o incluso a cualquier insurgente más allá de las fronteras, desde Palestina hasta Países Vascos, desde Siria a Egipto, que se trate de grupos armados o de violencia callejera?
…pero entonces, ¿no va a ser que, como es habitual, el terror de la represión está haciendo un buen trabajo?
Al «terrorista es el Estado… y nosotros somos cabritos sacrificales» que bien se conoce, ¿no habría que concienciarse de que el Estado utiliza y siempre ha utilizado tales herramientas para minar las redes solidarias refractarias? No es ninguna novedad que la represión utilice las acusaciones de «terrorismo y subversión del orden establecido» en contra de lxs subversivxs, de lxs que quieren subvertir el estado de las cosas presentes (se piense sólo en la asociación de malhechores del siglo XIX… a la que los malhechores de esta era respondían con un alegre himno).
Como anarquista, no espero un tratamiento con guantes de seda por parte del Poder que si es – o teme ser – golpeado en sus intereses no duda en responder golpe sobre golpe, muchas veces es «nuestro» golpe sobre golpe a perderse en los laberintos de la retórica política, de la literatura, de una experiencia… mal vivida y de peligrosas distinciones, en particular, el actual equívoco que sea absurdo que el Estado acuse de terrorismo a quien es acusado de sabotaje a las estructuras. Equívoco peligroso porque afirmar esto abre el camino a legitimar bien otras distinciones, éticamente falsas, humanamente sórdidas y políticamente idiotas. En particular, el juego hipócrita del sabotaje a las cosas como práctica defendible a nivel público y colectivo, porque esto implica un límite y una contradicción, claros, de acuerdo con este criterio, según la lógica no serían defendibles ni las luchas callejeras, ni tampoco el patrimonio de acción directa y propaganda por el hecho, que históricamente las mujeres y los hombres han cultivado a la sombra de la bandera negra de la anarquía.
Si lo que buscamos «todxs» es realmente la liberación de las cadenas del dominio, del Estado y de la tecnocracia, etc., no hay ningún derecho al sabotaje – o a cualquier forma de oposición – de defender o de negociar con el enemigo; cuando aparece la hipócrita sombra, sólo hay que ver detrás de la sonrisa infame del político de turno, y aplastarla mientras nace. Todo aquí.
Anna
Cruz Negra Anarquista, Aperiódico anarquista, nº 0, abril de 2014 Pág. 6-8