Recibido el 12/04/2020
El shock del coronavirus no ha hecho más que ejecutar el juicio que pronuncia contra sí misma una economía totalitaria basada en la explotación del hombre y de la naturaleza. El viejo mundo desfallece y se derrumba. El nuevo, consternado por la acumulación de ruinas, no se atreve a retirarlas; más asustado que resuelto, lucha por recuperar la audacia del niño que está aprendiendo a caminar. Como si haber llorado mucho tiempo por el desastre hubiera dejado al pueblo atónito.
Sin embargo, quienes han escapado de los tentáculos mortales de la mercancía están de pie entre los escombros. Están despertando a la realidad de una existencia que ya no será la misma. Desean liberarse de la pesadilla que les ha asestado la desnaturalización de la tierra y de sus habitantes. ¿No es esta la prueba de que la vida es indestructible? ¿No se rompen sobre esta evidencia, en la misma resaca, las mentiras de arriba y las denuncias de abajo?
La lucha por lo vivo desdeña las justificaciones. Reivindicar la soberanía de la vida es capaz de aniquilar el imperio de la mercancía, cuyas instituciones son mundialmente sacudidas.
Hasta el día de hoy no hemos luchado más que para sobrevivir. Fuimos confinados a una jungla social donde reinaba la ley del más fuerte y del más astuto. ¿Vamos a romper el encarcelamiento al que nos obliga la epidemia del coronavirus para volver a la danza macabra de la presa y el depredador? ¿No es evidente para todos y todas que la insurrección de la vida cotidiana, que en Francia fue presagiada por los chalecos amarillos, no es otra cosa que la superación de esta supervivencia que una sociedad de depredación no ha dejado de imponernos cotidiana y militarmente?
Descarga en:
//file.espiv.net/rcot34ta5sjgo2r6s5b6-tmjvaixusuojxnlx