Italia: Al lobo, ¿al lobo?

lobinEl pasado 30 de octubre de 2013, dio comienzo en el Juzgado de Génova el proceso contra los dos anarquistas acusados por las heridas al administrador delegado de Ansaldo Nucleare, que tuvo lugar en la capital de Liguria el 7 de mayo de 2012. La presencia de los imputados en la sala no duró mucho, justo para empezar a reivindicar abiertamente la responsabilidad de la acción. De cualquier manera, sus declaraciones escritas (iii) se hicieron públicas horas después. Por lo tanto, Alfredo Cospito y Nicola Gai no son inocentes, no son víctimas de un montaje judicial. Efectivamente, fueron ellos los que esperaron ante la casa del traficante de uranio Roberto Adinolfi para regalarle algo de plomo.

Son culpables. Culpables de ir a buscar al enemigo, de haberlo encontrado, de haberlo estudiado, de haberlo esperado, de haberle golpeado. Y de haberlo hecho solos, sin tener a sus espaldas ningún movimiento –político, social o popular– que, de alguna forma, legitimase el acto. Solo con su conciencia y determinación. Detengámonos, también aquí, en el hecho puro y duro, que sobre lo ocurrido los días posteriores al 7 de mayo de 2012 no nos parece que haya que gastar más palabras.

Fueron dos anarquistas. Que se acostumbren los políticos que infectan un movimiento cada vez más apagado y que puntualmente, en ocasiones similares, se dedican a la conspiranoia: “un compañero no pudo haberlo hecho… esto es una provocación… ya veremos si es verdad… es todo obra de los servicios secretos”. Conspiranoia con una larga historia, como enseña el caso de Van der Lubbe, en el que ahora si va la pena detenerse.

Aquí, en Italia, este tipo de complotismo lo alimentó ampliamente a principios de los años 70 una izquierda que quería acreditar una versión angelical de su naturaleza por temor a terminar involucrada en el génesis del “terrorismo”. Este miedo era producto de la incredulidad de los burócratas de partido e intelectuales ante lo que estaba ocurriendo, era una estrategia útil para frenar la posible generalización de actos que se salían de su control, era el resultado de su incapacidad de comprender, primero, y de aceptar, después, la profundidad y la radicalidad de aquel movimiento de revuelta. En sus intenciones era necesario encontrar una explicación racional a la irracionalidad con la que se exprimía la tensión subversiva. Irracionalidad que consistía en el hecho de que grupos de compañerxs fueran al asalto del Estado sin esperar órdenes desde arriba, es decir, sus órdenes.

Pensemos en lo que ocurre en la primavera de 1972. En marzo, bajo una columna de alta tensión de Segrate (cerca de Milán), moría Giangiacomo Feltrinelli. ¿Era posible que una figura así de la inteligencia de la izquierda se dedicara al sabotaje? De repente, hubo quién hablo de la puesta en escena orquestada por la CIA. Para cientos de mentes cortas, para ciertos corazones marchitos, era inconcebible que el conocido editor milanés fuera el comandante Osvaldo.

Pocos meses después, en mayo, ocurrió el homicidio del comisario Calabresi. Un acto magnífico, ejemplar, pero cuya responsabilidad muchos buscan en otra parte. Habrán sido los servicios, habrán sido los fascistas… pero definitivamente no habrán sido compañerxs. Y, ¿por qué no? ¿Por qué no pudieron haber tomado un arma unxs pocxs compañerxs y haber esperado al comisario Ventana en su domicilio, públicamente conocido, por otro lado? Esta hipótesis no se podía tener ni siquiera en consideración porque habría indicado el fin de esa espera sobre la que prospera la política. Si un solo individuo puede actuar aquí y ahora, entonces, ¿para qué sirven las asambleas y los comités centrales? ¿Y, para qué sirven los finos intelectuales autoproclamados consejeros del príncipe proletariado, como al situacionista Guy Debord que a finales de los años 70 no paró de cubrirse de ridículo denunciando el secuestro de Moro y a todas las Brigadas Rojas como obra de los servicios secretos? Para tener una idea de la radicalidad de esta idea, basta tener en cuenta que el autor de La sociedad del espectáculo no hizo otra cosa que repetir lo que afirmaba en el momento el propio Partido Comunista Italiano.

Pero se pone peor. Esta conspiranoia reproduce línea a línea la “tesis de Bazzi” difundida, desgraciadamente, también entre lxs subversivxs de los años 20. Carlo Bazzi era un periodista que atribuía los atentados en cadena contra las jerarquías fascistas al propio Mussolini, que según él quería provocar el terror en el interior y la guerra en el exterior. Según Bazzi, la imposibilidad de encontrar material explosivo, la inexistencia de subversivxs libres, el espacio vigilado… era todo pruebas probadas de que detrás de los atentados anarquistas, estaba Mussolini y, por lo tanto, los distintos Lucetti, Zamboni, Bonomini eran solo “provocadores”. Solo que Carlo Bazzi no era un estalinista en lucha con un movimiento incomprensible para él; era un fascista más o menos fiel al régimen. Atribuía a Mussolini la responsabilidad de aquellos atentados únicamente para esparcir veneno y sembrar la sospecha entre lxs subversivxs, empujando así a la resignación y la inacción.

Ahora, esta pésima costumbre de ver en todas partes la cola del lobo no murió con los años 70, sino que aún hoy persiste. Como demuestran las sospechas pasadas y recientes sobre los sabotajes realizado en Val Susa, siempre hay algún astuto estratega a la búsqueda de popularidad que no soporta la iniciativa individual. Pero por fortuna, siempre hay algún individuo que no soporta la dependencia colectiva.

[10/11/13]

fuente: finimondo